Félix 2 años
A continuación un relato que escribí hace bastantes años. Imágenes de la casa vieja de mis abuelos Juana y Ramón, donde nací, en Santa Cruz del Valle Urbión, un pueblo al este de Burgos.
HABÍA RATOS E INSTANTES HABÍA
Tenuemente y a hurtadillas, la luz, sin ápice de violencia, entraba soslayadamente a través del tablero abierto en la ventana de la habitación, acariciando paulatinamente con la blancura de sus rayos todos los objetos.
Ante el silencio impuesto, tan sólo el tictac del reloj infligía una nota de sonido, apuntando sin piedad el paso del tiempo.
Casi en serio, medio en broma, tal vez como un rito o una quimera, quizás por un destino inexorable desde siempre y para siempre, el día volvía a repetirse tras la noche, y después de penetrar por resquicios encontrados, irradiaba con su luz las cosas, creando en ellas, vida.
La casa y la calle, en su abrazo cotidiano, formaban ya un todo uniforme, hecho de aluviones de luz, olor y sonido.
Sin prisa y con ensoñación, despertaban, la cama de colchas y sábanas arrugadas, la mesilla rebosante de libros y escritas cuartillas, el Cristo vulnerado en la cruz, los retratos rancios de la época del colegio, el armario viejo abarrotado de ropa en su interior, las paredes encaladas, el techo algo abombado y descascarillado, las tarimas de maderas centenarias, el espejo harto de crear figuras.
Con el bagaje de imágenes capturadas, que conlleva el paso de los años, el cuarto entero estaba cargado de recuerdos y resonancias, que latían y envolvían. Todo él, en cualquier parte y en cada instante, asomaba esa huella de añoranza y desencanto que produce en el presente la ausencia de lo pasado.
Empezaba a oírse, ora lejano y silencioso, ora cercano y estentóreo, el concierto barroco orquestado por dos moscas en su vuelo grácil y desordenado, dejando en el espacio límpido, alocadas formas abstractas, pinceladas sin manchas.
El cuarto de los recuerdos y las resonancias, comunicaba e incomunicaba su personalidad al resto de la casa, por medio de una puerta grande, triste y encorvada por el peso de los años. Y lanzaba siempre su quejido lastimero cuando se la hacía girar sobre su quicio.
Esta puerta, era la frontera o válvula que separaba el intento constante de sublimidad de la realidad irónica y mordaz. En un lado, la reflexión, los sueños, la soledad, la creatividad, la fe en la vida, y en el otro, los hábitos, la comunicación, la rutina, los problemas, la verdad de la vida.
De repente, la puerta se abría al encuentro. Inopinadamente, se mezclaban y confundían las conversaciones entre las personas. Esos ruidos formados las más de las veces de formulismos y banalidades, llenos de desidia y sin el menor asomo de originalidad. Similar al parloteo suave y monótono del ventilador en su funcionamiento, aireando y acariciando en su lento caminar giratorio, los rostros dilatados y agobiados por el calor que emana cualquier tarde de verano.
Y al atravesar nimios pasillos, se oía aquí, el golpear del agua nítida y fría cayendo sobre la palangana; allí, los pucheros cantando en la cocina, avivados por el calor del fuego; en aquel rincón, las noticias de la radio; y fuera, los mil murmullos atrapados en la calle.
Más tarde, el agua acariciaba mejillas, el hambre acallaba su voz, vencido por el nada frugal desayuno, noticias y melodías, informaban y deleitaban. Pronto, todas las ventanas estaban abiertas y la casa puesta patas arriba.
De improviso y con alevosía, alegres unas, iracundas otras, las escobas, frágiles y desgarbadas, bailaban, deslizaban, patinaban a lo largo y ancho de los suelos, destruyendo a su paso, toda obra de arte inscrita en polvo. Y por esto, todos los rincones se sentían huecos, vacíos, desvencijados, sin nada que esconder ni que ofrecer.
Sin dilación, los muebles arrastraban de mala gana sus osamentas, y una vez rota su intimidad por mano humana, volvían a ubicarse en sus lugares acostumbrados. Las camas se acicalaban como novias, vistiendo sus oxidados muelles de ropas limpias y ordenadas. Estaban en posición de firmes las sillas, y las ropas, desmayadas por aquí y por allí al azar, tiempo atrás, huían despavoridas, escondiéndose en armarios, colgándose con frivolidad en perchas flacas y metálicas, haciendo de la oscuridad su paraíso.
Remolinos de aire irrumpían por los pasillos, entraban sin pedir permiso, furtivamente, en las habitaciones e inundaban y envolvían los objetos de olores y hedores nuevos. Era otro intento de la calle por tratar de borrar los vestigios de ese aroma propio y característico que mantenía siempre la casa.
Y después de todo, como siempre, sin anunciarse, tras la tempestad llegaba la calma. Ya todas las ventanas estaban cerradas, las habitaciones aseadas, las puertas entornadas y las cosas, mudas y presas, en sus sitios fijos, como castigadas. La quietud se imponía, sin avasallar, dócilmente.
Desde la lejanía, para quién quisiera oírlo, llegaban nueve campanadas, impulsadas, como siempre, por el viejo reloj del campanario. Hacía tiempo que el sol apuntaba sus rayos por la parte este de un horizonte azul y sin nubes.
A veces el reloj parecía estar parado, dormido, buscando el pasado. A veces el reloj simulaba estar en veloz carrera, con prisa, despierto, huyendo hacia el futuro.
Había ratos e instantes había. Eran, sin más, momentos en los cuales repartía el día su tiempo.
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F I N
Había ratos e instantes había
Cuento [1]
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Félix Mayoral Díez
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